DIAS DISTINTOS



WALTER LEZCANO


1ra. Edición:
2018
Editorial: Gourmet Musical
Prólogo: S/P


En este ensayo Walter Lezcano indaga en las diferentes dimensiones de esta trilogía y de uno de los artistas más notables de la música popular argentina e hispanoamericana en uno de sus periodos más profundos, notables y luminosos.

Un artista en estado de gracia, el calendario marcando las últimas horas del milenio y un país a punto de colapsar se conjugaron para la creación de una obra imprescindible que nos permite comprender el rock nacional de las últimas décadas.

A fines del siglo xx, Andrés Calamaro lograba llevar adelante una trilogía involuntaria de discos inspirados y complejos, Alta suciedad, Honestidad brutal y El salmón, que lograron conectarlo con la sensibilidad de su pueblo y con la masividad en ambos lados del Atlántico. Mientras tanto, Argentina se preparaba para enfrentar su peor crisis social, económica e institucional desde la vuelta a la democracia. Es así como Andrés Calamaro puso sus canciones en función de las necesidades del momento, forzó sus límites corporales en busca de inspiración, dejó una huella en la historia cultural de Argentina y, de paso, se convirtió en el rockero más arriesgado de esos años.

En este ensayo Walter Lezcano indaga en las diferentes dimensiones de esta trilogía y de uno de los artistas más notables de la música popular argentina e hispanoamericana en uno de sus periodos más profundos, notables y luminosos.

Días distintos se publicará en Argentina los primeros días de agosto y estará disponible en todas las librerías.


A MODO DE ADELANTO:

España y él (una teoría del exilio)

Viajé a España por primera vez en 1984 para grabar Himno de mi corazón en Ibiza, atendidos por Vicente “Mariscal” Romero. Volví al año siguiente para pasar un tiempo y viajar a England y asistir al Festival Glastonbury.
Tocaba el padre de Rufus, Madness, Pogues, los Furs, Simply Red y The Cure.
También estaban en Londontown los Soda Stereo y nos encontramos en una disquería de Trafalgar Square.
Volví a Madrid en septiembre del año noventa, y viví allí un pedazo de mi vida. En Madrid.

El que habla, por supuesto, es Andrés Calamaro y la clave de esta declaración (sentida y delicada) está en un sustantivo concreto pero que tiene todo el espíritu de la abstracción encima: “pedazo”. ¿Cuánto es un “pedazo de vida” y, más allá de que recuerde a Naranjo en flor, de qué estamos hablando acá? ¿Hablamos del simple paso del tiempo, de un cúmulo de experiencias que quedan guardadas en los almanaques o de lo inconfesable que deambula latente en alguna parte de la memoria?

En principio, hablamos de una banda potente (Los Rodríguez) y de algunos discos, muy buenos por cierto ya que muestran la consolidación de un estilo y la configuración de un territorio lírico y musical: Buena suerte (1991); Disco pirata (1992); Sin documentos (1993); Palabras más, palabras menos (1993); ¡Hasta luego! (1997).

Efectivamente: un pedazo de vida.

 Pero no solo de la existencia inquieta de Calamaro, sino también de la vida del rock español que a comienzos de la última década del siglo xx arrancaba con una nueva “movida”, subterránea, claro, que intentaba, con mucha dificultad, volver a las fuentes de un rock clásico donde Los Rodríguez fueron la punta de lanza: guitarras melodiosas, actitud rocker, sensibilidad pop y teclados Hammond. Todo esto macerado con cierto espíritu garajero e impetuoso, lo que hacía que los shows de Los Rodríguez tuvieran una potencia inusitada.

Por otra parte, también se trata de un precio a pagar: cuando alguien entrega a un territorio preciso algo impagable como “un pedazo de vida”, la gratuidad en la obtención de los dones y los tesoros que tiene para ofrecer la música es francamente imposible. Ya lo dice Calamaro en Mi enfermedad, ese tema que, increíblemente, tardó un tiempo hasta encontrar su destino de hit popular: “Estoy vencido porque el mundo me hizo así/ no puedo cambiar”. Esta historia, la del principio, sigue así:

Cuando visité Madrid y Barcelona en los ochenta, la movida burbujeaba.
Cuando me instalé como madrileño eran los buenos tiempos del clubbing, algunos todavía añoraban aquellos años ochenta de libertad y muerte.
Al llegar a (nuestro entrañable rincón) Tablada 25 me encontré con jóvenes sobrevivientes de aquellos años inmediatamente anteriores al modernismo universalista de la “movida madrileña”. Entonces, llegué para formar parte de algo colectivo, de una historia que seguramente me reconoce como teniente coronel de Los Rodríguez y por mis méritos en solitario […]. Soy un isleño, un extraño, que por no ser de ninguna parte es de todas partes.

Siempre me resultó difícil de creer el relato que hizo Larry Mullen Jr. sobre el comienzo de U2: puso un pequeño aviso en un pizarrón de su colegio donde decía que buscaba músicos para formar una banda. Y entre los pocos que respondieron a ese llamado estaban The Edge, Adam Clayton y Bono. Los mismos que siguen juntos hasta el día de hoy.

Uno escucha estas clases de cosas y comienza a pensar, con cierta desconfianza, que tal vez existe eso que algunos llaman, a falta de una palabra mejor, “destino”.

Algo de eso hubo en el inicio de Los Rodríguez.

Andrés Calamaro le contó esto al periodista Claudio Kleiman:

El día que llegué a Madrid, Ariel [Rot] y Julián [Infante] me fueron a esperar al aeropuerto y los paró la policía por sus pintas de yonquis. Ese mismo día lo conocí a Guille Martín, que en paz descanse. Pancho Varona dijo que es el músico español más querido de los últimos 50 años, y es verdad, la gente se sigue emocionando cuando le ve en los videos nuestros de YouTube. Primero nos fuimos a pillar, a comprar para fumar a un bar de Malaseña, y luego fuimos a ensayar a una sala que se llamaba La Nave, donde estaban Willy Crook, Dani Melingo, Pettinato.

Según a quién le preguntes, algunos aseguran que Los Rodríguez fue la banda soporte de Calamaro. Mientras que otros opinan que se trató pura y exclusivamente del proyecto de Ariel Rot, que era quien realmente jugaba de local en España por el prestigio de haber estado en Tequila.
Sea cual fuere, la realidad es que esa banda creó su propio espacio rockero en un ambiente donde la tendencia era, claramente, otra. Dijo Calamaro muchos años después de la separación de Los Rodríguez:
Nosotros tampoco nos inventamos con la intención de revolucionar nada más que nuestra vida.
Para mí, empezar de nuevo un grupo de rock con 30 años ya era una gran cosa. Vivir esa aventura de cero, en otro país, era milagroso, con o sin inocencia perdida, o recuperada.
Era interesante salir a buscar cómo ganarse la vida o como conseguir un contrato.

Se sabe que la vida (frágil) de una banda de rock está siempre amenazada por la aparición constante y repentina del fracaso. No se puede dar nada por sentado demasiado tiempo. Son las expectativas que no se cumplen tal como las dicta la imaginación o, algo peor, la esperanza. Las cosas, ya lo dijo Descartes, se piensan, luego existen. La materialidad tiene su origen en la mente y en lo difuso.

Y muchas veces, la concreción o no de realidades tiene que ver con la utilización del tiempo y cómo las canciones se construyen, se acumulan y no encuentran un territorio donde expandir su sentido. Hay que tener cierta habilidad para que las canciones sostengan una ilusión, esa suerte de futuro esperado y ansiado, donde la realidad te demuestra que es tiempo de tirar la toalla y buscarse un trabajo real. Hay peleas que a veces se pierden.

Esto es un poco lo que sucedía con Los Rodríguez, una banda que siempre estaba acosada por la ruptura, ya que había cuestiones que no aparecían de los modos esperados en espacios desconocidos: contratos, shows, plata y todo eso que hace que la vida del músico tenga razón de ser y le permita crear un contexto donde la composición y la creatividad ocurran sin las tensiones y los acosos de las obligaciones civiles y capitalistas.

Sin embargo, y a pesar de los apuros cotidianos, las mejores canciones de Los Rodríguez salían de la pluma y los dedos y la cabeza de Calamaro como si tuvieran todo un público multitudinario a quién cantárselas.

No era este el caso.
Por lo menos al principio.

Cuenta desde España Juan Puchades, editor de la revista Efe Eme:

En realidad no sucedió gran cosa con el final de Los Rodríguez.
No creo que hubiera muchas lágrimas. Pero es que hablamos de 1996, y por entonces no había redes sociales en las que compartir, o llorar en público.
Y otro tanto se puede decir para el rock español: no pasó gran cosa, pero es que Los Rodríguez, en realidad, habían ganado público de verdad con Palabras más, palabras menos, y su momento de mayor popularidad fue durante el verano de ese mismo 1996, como teloneros/invitados de la gira con Sabina. El éxito de ventas les llega en paralelo a la separación, con Hasta luego.

Calamaro llevaba tiempo forjándose su propio perfil personal, con muchas colaboraciones con otros artistas en discos ajenos, pero no era una estrella, de ningún modo.
El “estrellato”, si se puede hablar en esos términos en el rock español, lo vivió con Alta suciedad. Hay que pensar lo peculiar de la prensa musical española de aquel tiempo, con pocas revistas de rock y volcadas solo en el indie o la música anglosajona, y ahí ni Calamaro ni Los Rodríguez (ni tantos otros) tenían nada que ver. Y tampoco había ninguna radio eminentemente de rock. Es decir, no había “ambiente” alrededor de lo que pudiera pasar con músicos de rock locales.

Ese papel (y parece que tiro para casa, pero es verdad) lo empezó a jugar Efe Eme (que no aparece hasta 1998) y luego la edición española de Rolling Stone (pero solo a partir de una de sus “reconversiones”, ya bien entrados los “dosmiles”). Así que más allá de los seguidores de Los Rodríguez, no creo que se “esperase” el disco Alta suciedad, pero ni el suyo ni el de casi nadie del rock español (de nuevo, más allá de los seguidores de cada grupo o artista), pero es que no había “clima” previo al no haber medios.

No todos los golpes ni todas las llaves abren una puerta. A veces hace falta algo más contundente, quizá más certero. O tal vez más melodioso. En cualquier caso, se trata de insistencia y necedad. Es decir: se trata de rock.

Vayamos al año 93, que fue importante para Calamaro porque encontró el modo de abrir ciertas puertas y conmover algunos oídos distantes.
Si bien Buena suerte y Disco pirata habían dejado canciones atractivas (Mi enfermedad y Canal 69, por ejemplo), que era lo que, por otra parte, se esperaba de Andrés Calamaro, no fue hasta ese año, en que apareció Sin documentos, un hit y un disco que cierran por todos lados como artefacto pop, que se volvió real, en dos continentes a la vez, aquello que los medios de comunicación y los parámetros mainstream denominan “éxito”.
Llegó en buena hora porque la pobreza en términos concretos y cotidianos estaba dejando su marca indeleble en el ánimo de Calamaro. Cuenta sobre esos momentos: “Le había llegado a pedir plata prestada al diariero de la esquina de mi casa. Realmente la estaba pasando mal”.

De pronto, la Argentina, que ya le había abierto lentamente las puertas, y España habían encontrado en Los Rodríguez una banda esquiva y anfibia (ni decididamente bonaerense y tampoco española al cien por cien) para disfrutar en la radio, en las calles, en la televisión y en salas de conciertos. Y ese era un puente indudable.

Calamaro, entonces, se había reencontrado nuevamente con aquello que había extraviado desde la separación de Los Abuelos de la Nada.

El 93 también fue un año importante porque Calamaro empieza a demostrar que un músico de rock también es, antes que nada, o debería serlo, un músico interesado por las grabaciones como instancia de creación, experimentación, exposición y, por supuesto, acumulación. Y esto se puede dar en un estudio profesional, uno casero, uno improvisado o un recital. No importa el lugar, lo importante es grabar. Algo que ahora es habitual por la cantidad de plataformas y facilidades tecnológicas que existen, pero antes no lo era para nada.

Grabaciones encontradas, Volumen 1 (DRO/Gasa), un título inofensivo para un trabajo que busca cierta profundidad, es un disco que en cualquier otro artista representaría una suerte de souvenir: un compendio de rarezas, tomas en vivo o descartes para fans deseosos de saberlo y escucharlo absolutamente todo de sus ídolos. Pero en Calamaro se trata de una necesidad y un lazo hacia el futuro: dejar en claro que los picos creativos también están hechos de pequeñas cimas e incluso de mesetas y no siempre le corresponde al músico, o no tiene la capacidad, de diferenciarlos.

Con Grabaciones encontradas, no hay dudas al respecto, Calamaro tira la primera piedra para lo que luego sería una construcción extrema y desmesurada llamada El salmón.

Para el momento de la finalización de la experiencia con Los Rodríguez, Andrés Calamaro ya había sacado, por afuera de la banda, el soundtrack de la película Caballos salvajes, de Marcelo Piñeyro, con la imperecedera canción Algún lugar encontraré al frente; el segundo volumen de las Grabaciones encontradas; cinco buenos discos; había logrado un éxito similar al que había tenido con Los Abuelos de la Nada, pero con más proyección ya que se encontraba instalado en Europa, y estaba componiendo canciones que no encontraban un lugar definitivo.

Es decir: era un exiliado que había recuperado su relación con cierta masividad en dos continentes, que había publicado discos, como las Grabaciones encontradas, que lo corrían del lugar inmóvil y temeroso que da el éxito, y, lo más importante, estaba fértil, en absoluta actividad creativa.

Tenía todo a su favor para enfrentar el futuro.

No es tan fácil como suena.

Porque también Calamaro –que había encontrado finalmente su verdadera voz en España, un tono inteligente de discurso público y la capacidad de tomarle el pulso a la lírica popular sin dejar de lado la alcurnia intelectual y, a la vez, callejera, como Hotel de mil estrellas, 7 segundos, Dulce condena, Me estás atrapando otra vez, la maravillosa Mi rock perdido, entre otras– se hallaba en una suerte de crossroad: no quería ser visto como aquel que destruye una fortaleza como Los Rodríguez y la alegría de los seguidores que tanto les había costado conseguir, lo que lo remitía a los malentendidos tejidos alrededor del final de Los Abuelos de la Nada, pero por otra parte quería seguir adelante en solitario.

¿Por qué se separa una banda de rock? ¿Hay vida después de que uno de los integrantes empieza a llamar más la atención que otro? ¿Cuánto influye el reparto de bienes después del éxito comercial? ¿Lo que empezó como una pandilla en busca de aventura siempre termina siendo una hoguera de vanidades?

Bueno, todo esto influyó en mayor o menor medida para que Los Rodríguez implosionara y Calamaro, que ya se encontraba en una situación absolutamente opuesta a la que tenía cuando había aterrizado en España en 1990 (cuando todos los Rodríguez dormían “en la misma cama”, según Ariel Rot), tomara la decisión de escuchar con más atención una oferta que le había hecho la compañía discográfica DRO, la misma con la que venía trabajando, en los tiempos en los que se estaba gestando Palabras más, palabras menos: era un contrato por cuatro discos. Le prometían pagar 200 mil dólares por cada uno de ellos.

Firmó.
Corría el año 1996.
Calamaro tenía 34 años, estaba casado.
Y nadie, ni siquiera él, podía prever lo que se vendría.